¿Qué estoy haciendo aquí?
Pagando para vivir
Escogiendo sin opción
Perdido donde nací—Lejos, Rafael Pérez Medina, La Vida Bohème
Una de las expresiones más particulares de nuestra lengua es una que se pregunta muchas veces al conocer a alguien por primera vez. La expresión generalizada en toda América Latina es «¿qué haces para ganarte la vida?». En el inglés la expresión no es tan atrevida utilizando la palabra «ganar», que a su vez implica el antónimo «perder», sino que preguntan «what do you do for a living?».
Si traducimos literalmente esta expresión al español, obtendríamos algo como «¿qué haces para vivir?». Una de las interpretaciones más sencillas podría ser «¿a qué te dedicas?», pero esta pregunta permite respuestas ambiguas, porque la pregunta es tan amplia. Una persona se puede dedicar a muchas cosas, encima de su empleo o trabajo. Sin embargo, se sobrentiende que se pregunta por el empleo o la manera en que una persona adquiere suficiente dinero para vivir.
La expresión «ganarse la vida» también se escucha bastante como un eufemismo, porque la palabra empleo o trabajo se ha vuelto, en cierto sentido, un tabú. Ahora las empresas no llaman a sus empleados «empleados» ni «trabajadores», ahora utilizan el término «colaboradores». Y con esos cambios del habla, la expresión «ganarse la vida» se ha vuelto más y más común, su uso no se cuestiona… se usa espontáneamente.
Pero, ¿por qué no nos cuestionamos esa expresión? Como había dicho unos párrafos atrás, la palabra «ganar» implica un opuesto, que es «perder». Cuando hablamos de ganarnos la vida, nos referimos al trabajo que realizamos para poder costear comida, agua, vivienda, servicios de salud, energía y todo el resto de cosas que se necesitan para vivir. Cuando hablamos de perder la vida, nos referimos a la muerte.
¿Entonces qué? ¿Trabajo o muerte? Pues sí, tal parece que así es. Podemos exceptuar de esta mortal dicotomía a aquellas personas que heredan cuantiosas fortunas que son el fruto del trabajo de sus padres, abuelos o bisabuelos. No podemos exceptuar, en mi opinión, a los emprendedores de esta dicotomía. Un emprendedor no vive de un sueldo, sino que depende de su propio trabajo. Si el negocio del emprendedor logra crecer, eventualmente contrata empleados y les paga un salario para enfocarse en otras responsabilidades y no tener que hacer todo el trabajo solo.
Pero depende ahora del trabajo de sus trabajadores y de su propio trabajo. Hasta que llega a ser tan exitoso su negocio, que no necesita trabajar porque ha contratado a suficientes personas para poder vivir del trabajo de ellos. ¿Escapa la dicotomía? En cierto sentido sí, porque no trabaja y puede vivir sin tener que trabajar. Pero sí hay personas trabajando para que él pueda vivir sin trabajar.
También hay otras personas que viven sin tener que trabajar: los niños. No siempre fue así, claro. Y tampoco es siempre el caso. En la campaña electoral de las últimas elecciones generales en Honduras, una candidata a diputada apareció en un programa radial que transmite en vivo sus programas por Facebook Live.
Llevó un cartel que leía «el trabajo infantil no genera riqueza» porque quería denunciar el fenómeno tan frecuente en nuestro país: el trabajo infantil. Ahora se denuncia que los niños trabajen en las calles pero en la revolución industrial era una práctica común, porque la mano de obra era más barata y no había leyes que protegieran a los niños.
Esta candidata a diputada denunció el fenómeno porque ella sufrió del trabajo infantil y no pudo disfrutar de una infancia, del mismo modo que miles de niñxs en Honduras sufren de una infancia fugaz y perdida. Pero lo que la, ahora, diputada escribió en el cartel es falso, al menos parcialmente. El trabajo infantil sí genera(ba) riqueza. Es por eso que se usaba la fuerza de trabajo de niños pequeños: porque podían pagarles míseros sueldos por jornadas laborales de 10 horas en adelante.
Eso se cambió, el trabajo infantil —al menos formalmente— se prohibió. Las jornadas laborales se han reducido a ocho horas diarias, generalmente. E incluso se han reducido las jornadas laborales en ciertos países a veinte horas semanales, que divididas en cinco días laborales, son cuatro horas diarias. Estos cambios han sido el producto de un cambio de consciencia de miles de personas.
Pero algo que no hemos logrado superar es la idea de que o trabajamos o morimos. ¿Por qué no cuestionamos el trabajo asalariado así como se cuestionó una vez que los niños trabajaran en fábricas? ¿O por qué no lo cuestionamos como se cuestionó en varias ocasiones la prolongada jornada laboral?
Hay un pequeño experimento mental que se usa para ilustrar este estado de cosas que damos por supuesto. Se llama el experimento de los monos, las bananas y la escalera. Hay unos monos frente a una escalera, y la escalera tiene encima un montón de bananos. Uno de los monos sube la escalera y cuando se come el banano, al resto de los monos les cae una tormenta encima. Otro mono sube la escalera, come la banana, los otros monos se empapan. El proceso se repite hasta que, eventualmente, todos los monos se han mojado una vez y golpean al que sube la escalera y come el banano.
Cuando una nueva generación de monos entra en el extraño ecosistema de la escalera que conduce a los bananos, los monos jóvenes y nuevos en la ecuación son golpeados cuando empiezan a subir la escalera, ni siquiera pueden comer la banana porque los primeros monos saben qué les pasará si uno de ellos la come.
Eventualmente, los primeros monos que se mojaron por la lluvia mueren y las generaciones de monos se van reproduciendo. Pero cada vez que llega una nueva generación, no se les permite que coman la banana. De tal modo, se ha llegado a un punto donde ninguno de los monos en el ecosistema se ha mojado por la misteriosa lluvia, pero de todos modos siguen golpeando a cualquier mono que aspire a comerse un banano.
Hay varios problemas con este experimento mental: por ejemplo, si los monos no pueden comerse las bananas, ¿cómo se reproducen? ¿de dónde salen las nuevas generaciones de monos? Pero lo interesante no es el experimento en sí, el experimento es algo absurdo y sencillo. Y también lo es la lección que nos deja: perpetramos tradiciones irracionales con un simple pretexto (porque sí, así son las cosas).
Este pretexto es bastante perezoso, en mi opinión. Es la respuesta que le damos a los niños cuando estan en esa curiosa etapa, donde preguntan y preguntan porque desean saber y entender cómo funcionan las cosas. Y nosotros a veces no tenemos respuestas a los «por qués» porque dejamos de ser curiosos y aceptamos que las cosas son así y no pueden ser de otro modo, porque siempre han sido así.
Seamos curiosos y preguntemos por qué se nos pagan míseros salarios por vender nuestra fuerza de trabajo. Preguntemos por qué tenemos que trabajar ocho horas diarias, cuando en otros países se ha mostrado que con jornadas laborales más cortas la productividad de los trabajadores no solo se mantiene, sino que en ocasiones crece. ¿Cuándo aceptamos que las cosas son así y no pueden ser de otro modo? ¿Cuándo tuvimos que empezar a ganarnos algo que hemos tenido desde el momento que nacimos?
…hoy por hoy no hay nada más inseguro que el trabajo. Cada vez son más y más los trabajadores que despiertan, cada día, preguntando:
—¿Cuántos sobraremos? ¿Quién me comprará?
Muchos pierden el trabajo y muchos pierden, trabajando, la vida: cada quince segundos muere un obrero, asesinado por eso que llaman accidentes de trabajo.
—Eduardo Galeano, Los hijos de los días, p. 143.